El significado del canto en el Martín Fierro

10 de noviembre - Día de la Tradición


El día de la tradición se conmemora en nuestro país el 10 de noviembre, día en que nació José Hernández, el autor del  Martín Fierro, una de las obras más representativas de la literatura gauchesca argentina. A continuación transcribimos un texto aparecido en Clarín Cultura y Nación, en 1972, sobre el significado del canto en el Martín Fierro.

Fuente: Rodolfo Kusch, Clarín Cultura y Nación, jueves 9 de noviembre de 1972.

El canto tiene en Martín Fierro una dimensión simbólica inusitada. Ya mismo en el texto se invoca antes de cantar a los santos del cielo y a Dios. Además muchos cantores, se dice, no llegaron al canto porque “se cansaron en partidas”, lo cual indica, que para cantar es necesario una especie de catarsis. El canto también está ligado a la vida humana, porque se nace cantando y se muere cantando, y siempre el canto está disponible para hacer “tiritar los pastos”. Incluso la índole del canto se asocia frecuentemente al manantial y, en general, a la fluidez y a la urgencia del cantar.

“Yo no soy cantor letrado // mas si me pongo a cantar // no tengo cuando acabar // y me envejezco cantando: // Las coplas me van brotando // como agua de manantial.”

Por otra parte, es curioso que a través de todo el poema no aparezca el oyente, aquel para quien se canta. ¿Qué significa entonces el canto en el Martín Fierro?

Para entender esto es preciso distinguir en el poema tres vectores de interpretación. Uno es la del poema en sí, como objeto dado delante de uno, que se compra de forma de libro en la librería o en los quioscos. Otro es el del actor al cual todos achacan las cosas puestas en el poema. Pero hay un tercero del cual nadie habló sino muy superficialmente, y es el gauchaje que lo solía comprar junto con la yerba y el tabaco en las pulperías. Este representa una tercera dimensión no tomada en cuenta por nuestra crítica. Entrar en él es encontrar recién la verdadera dimensión del poema, su valor total, porque si el gauchaje no hubiese hecho suyo el poema, nadie se acordaría hoy ni del Martín Fierro ni de José Hernández. Si esto no lo sabíamos antes es por la falsa orientación de nuestra crítica literaria que se ocupa de hombres y libros y no de la masa de lectores. Es un defecto del país, que también se da en la política. Sabemos de manifiestos y de figuras políticas, pero no del pueblo que sufre la política.

Por eso, si alguien dijera que Hernández utiliza el término cantar porque eso era lo que hacía el gaucho, le diría que miente. Es la trampa de nuestra crítica liberal. En ella incurre Tiscornia cuando cita a Sarmiento y dice que la misión del gaucho cantor “es narrar y comentar ingeniosamente, improvisando en verso, temas tradicionales o del momento”, suponiendo que ahí termina la explicación.

Pero si el gauchaje asimiló la idea del canto en el Martín Fierro, el problema del canto ya no es algo que se expone en el poema, sino que se traslada a la nacionalidad. Es la nacionalidad la que recurre a través del Martín Fierro al canto y no José Hernández. El poema no es sólo el de un Martín Fierro que pretende “narrar y comentar ingeniosamente”, ni tampoco es un panfleto dirigido a un ministro, porque poco o nada interesa ya a José Hernández o el libro, sino que interesa lo que el pueblo creyó entender en poema. Por eso se trata de saber ¿por qué cantaba el guacho? Más aún ¿por qué en general canta el pueblo?

El canto en el Martín Fierro no es entonces un canto que dice o informa. Si bien se informa que se quiere narrar una “historia”, ésta es relativamente pequeña si se la compara con otro tema central que se anuda reiteradamente en torno a la idea de una “pena estraordinaria”. Se reitera a cada instante la imposibilidad y la frustración de vivir, sin saber en realidad qué es lo que se frustra y qué es lo que Martín Fierro ha perdido. Porque la historia que se relata en los cantos II y III. La buena vida del gaucho antes de ser perseguido, pareciera, más bien ser un estereotipo concretado en un paraíso perdido que no es tal y que nunca existió.

Además, el tema de la autoridad como causante de las desgracias del gaucho resulta demasiado flojo como para justificar la asimilación casi mítica del poema, por el simple hecho de que todas las preferencias al mal, contenidas en el poema, rebasan los perjuicios que causa la autoridad.

“Viene el hombre ciego al mundo, // cuartiándolo la esperanza, // y a poco andar ya lo alcanzan // las desgracias a empujones; // ¡la pucha, que trae liciones // el tiempo con sus mudanzas!”

Se diría entonces que la autoridad es apenas el ejecutor de un mal congénito al hecho de vivir, que impide superar el horizonte de fatalismo que se cierne sobre la existencia. La impresión que el lector se lleva del poema no es una lamentación por lo que le ocurre a Martín Fierro, sino la persistencia de una “pena estraodinaria” que llega por momentos al paroxismo. ¿Es que el canto y esa “pena” están vinculados?

Por este lado perdemos el horizonte folklórico dentro del cual el poema ha sido analizado, para entrar en otro donde nos asomamos a la grandeza de su contenido, o mejor dicho a lo que el gauchaje debió absorber del mismo.

Ante todo, el canto está utilizado en el poema en oposición al mero decir. Una cosa es cantar, y otra decir. Decir es colocar una frase afuera de uno mismo para que otros la escuchen. Si digo “es un hermoso día” estoy informando algo. No es lo mismo cantar, sino que es menos. Porque cuando sólo digo “hoy es un día hermoso”, ¿expreso acaso todo lo que tengo que decir, o sólo una parte? ¿El mundo consiste realmente, en un momento dado, nada más que en “un hermoso día”? Evidentemente no. El mundo consiste en muchas más cosas que en eso. En cierto modo decimos algo para simplificar las cosas, para hacer notar que el mundo es fácil. Pero he aquí he dicho el “día es hermoso” simplemente porque quise olvidarme de algo muy desagradable. O al contrario, puede haber algo más hermoso que el día, pero sólo alcanzo a confirmar la belleza del día, porque no tengo palabras para expresar toda la belleza.

Entonces, cuando digo algo lo expreso como por una rendija, y atrás queda todo lo que además habría que decir y no alcanzo a expresar. Pero esto mismo, ¿no se expresará con el mismo canto? Detrás de lo que digo puede haber algo así como un río, un torrente o un océano, y esto último sólo lo expresa el canto. Es lo que pasa con el Martín Fierro. Por eso utiliza el término “cantar” y no “decir”.

La diferencia entre el decir y el cantar estriba en que se dice algo para que se escuche o se vea, y esto es demasiado chico para todo lo que el canto puede expresar. Lo que el canto expresa, desde el punto de vista popular, ha de ser tan grande que, cuando uno deja de cantar, tiene que romper la guitarra como hace el cantor, e irse a las tolderías. ¿Y qué significado tiene esto? Lo que en realidad se relata al final de la primera parte del poema con la ida del Martín Fierro a las tolderías no es una fuga, sino más bien un suicidio. Martín Fierro en realidad muere, porque muere su canto junto con su guitarra. Y si romper la guitarra es suicidio, canto y existencia son lo mismo, o mejor, están mucho más fundidos que el decir y la existencia. Si digo “dame el martillo”, estoy usando el martillo para vivir, pero si canto en el sentido de Martín Fierro, no uso nada, sino que exhibo toda mi existencia al desnudo, en el plano de la “pena estraordinaria”. El canto expresa toda la verdad del existir.

Tratemos ahora de ver en qué consiste esa verdad del existir que se expresa en un canto como el que invoca el poema. En la segunda parte del poema asistimos a la payada entre Martín Fierro y el Moreno. Es curioso que la pregunta de Martín Fierro gire precisamente en torno al canto del cielo, de la tierra, del mar y de la noche. ¿Es que el mundo también tiene canto? El Moreno en sus respuestas hace notar que ese canto del mundo se enredaron la pena, porque en casi todos los casos se refiere a un llanto. El canto adquiere entonces una dimensión inusitada. En primer término, expresa la verdad desnuda de la existencia, lo que es propio de ella, y en segundo término se vincula al sentido del mundo. En ninguno de los dos casos llegamos a saber concretamente qué dice el canto, ni el poema nos dice qué canta Martín Fierro, ni sabemos realmente qué es “el canto del mundo”.

El canto está diciendo una palabra que no es palabra común, sino algo así como la gran palabra, esa que encierra el sentido de lo existente, que tiene un aspecto relativamente comprensible como lo es la “pena estraordinaria”, la “historia” del personaje, las vicisitudes que sufre, pero que tiene otro aspecto que no es comprensible, pero que no puede extender, por su carácter misterioso, al mundo, como en la payada con el Moreno, y, lo que es importante, tiene a su vez que ser cantado realmente y con música.

Quizás encontremos una explicación a todo esto en un texto indígena de origen maya-quiche, el Popol-Vuh. Cuando se refiere a la creación relata que “solamente había inmovilidad y silencio en la noche”. Y agrega: “Llegó aquí entonces la palabra, vinieron los dioses en la oscuridad, en la noche y hablaron entre sí”. Palabra y hablar son usados aquí en la misma dimensión, aunque en un sentido religioso, como el canto del Martín Fierro. Cuenta el texto más adelante que los dioses destruyeron cuatro humanidades porque los hombres, que eran imperfectos, no hablaban con ellos. Sólo el quinto hombre, hecho de maíz, hablaba recién con ellos de tal modo que llega a decir: “Veamos lo grande y lo pequeño en el cielo y en la tierra”. El quinto hombre tenía la palabra, pero como eso no debía ser, los dioses le vendan los ojos para que viera sólo lo que está cerca y para que sólo esto fuera claro para él.

Ahora bien, he aquí el sentido simbólico del Martín Fierro. Ver de cerca es lo mismo que decir, y verlo todo es lo mismo que cantar. Detrás de la oposición existe la suprema abstracción que da sentido al existir en general. Decir no más, o lo que es lo mismo, ver de cerca, es lo contrario de cantar, que es todo lo otro, porque el canto se refiere a lo que no se puede ver ya, pero que exige recobrar toda la vista, y todo el canto para ver toda la verdad. Es ver el canto del cielo, de la tierra, del mar y, además, el verdadero sentido de la “pena estraordinaria” que quiere cantar Martín Fierro. Es intentar expiar lo que no tiene lenguaje aún, ya sea porque no lo crearon los hombres, o porque el país no lo ha brindado, o porque es tan noble y tan tremenda esa verdad que más vale romper la guitarra e irse a las tolderías.

Si entre el canto y el habla de los dioses hubiera una relación, cabe preguntar qué pasa con la creación a que apuntan estos últimos. El verbo divino termina en la creación. Y si el canto es lo mismo que el verbo divino nuestro problema se agrava. Es lo que denuncia el Martín Fierro. ¿Será que nosotros sentimos el canto pero tenemos mucho miedo de dar curso a la creación?

¿Es que el Martín Fierro  expresa la gran paradoja de lo argentino? Como si dijera que todos, desde los gobernantes hasta nuestra vida privada rompemos la guitarra constantemente porque tenemos el canto de toda nuestra verdad pero no logramos crear el mundo con ella? ¿Será por eso que en lo cotidiano decimos “que´m’importa”, “para qué” o “no vale la pena” y cuando pensamos en grande examinamos qué pasó con nuestro país lo vemos con un largo silencio mantenido a través de 150 años sin canto y un mero decir? ¿Será que nuestro país no pudo decir su canto, aunque lo tiene, de tal modo que cuando en lo cultural o en lo político quisimos asumir nuestra verdad nos dio vergüenza, a no ser que recurriéramos a la misma agresión que necesita Martín Fierro en los primeros versos del poema para justificar su canto? Pensemos en unos pocos ejemplos: Yrigoyen, el peronismo, nuestra habla cotidiana, el pueblo en general o nuestra vida misma de todos los días, nuestra situación actual, nunca logran decir toda la verdad y siempre son rechazados. Siempre, junto al exceso de verdad, la imposibilidad de concretar el canto.

Por eso se explica la segunda parte. El pueblo no quiere callar y le exige a José Hernández la así llamada Vuelta de Martín Fierro. ¿Por qué? Pues porque Hernández había dado por muerto a Martín Fierro y el pueblo necesitaba que su héroe volviera del infierno para hacer lo que hacen los héroes civilizadores, o sea ordenar y crear el mundo. Pero he aquí que Hernández escribe la segunda parte, pero no cumple con el deseo del pueblo; si bien lo hace retornar, el Martín Fierro de la segunda parte no crea el mundo sino que lo tolera. Aquí se separa lo que el pueblo piensa y lo que piensa José Hernández.

José Hernández, a partir de la segunda parte, va un poco a la zaga del poema, se queda atrás de lo que el pueblo le exige, igual que nosotros. Nosotros, como clase dirigente, nos quedamos atrás de la propuesta del pueblo. En este punto cabe pensar que la paradoja argentina no es la del pueblo, sino la nuestra. El nuestro es un problema de dirección. Por este lado el Martín Fierro tomado desde el punto de vista del pueblo, constituye una denuncia aún no satisfecha. Y esto es natural, el pueblo sabe siempre qué pasa con la Argentina, en cambio, nosotros, no.

Por eso también no queda la totalidad de la segunda parte sino sólo algunos temas, aquellos que el pueblo cree recuperables, mejor dicho, lo que realmente tiene sentido para la vida cotidiana. Queda la moral del viejo Vizcacha y el tema de la persecución. Con respecto a lo primero se trata al parecer de una moral utilitaria y funcional, que llega a ser tal porque tolera un estado de cosas que es más fuerte que el pueblo mismo. Pero eso es sólo el folklore de la moral, la caída al suelo (la deflación) de un ideal que en el fondo flota sin concretarse a través de todo el poema. En realidad, Martín Fierro se sacrifica, pero no sabemos en nombre de qué. No nos dice en qué consiste la redención argentina. Por eso es significativo al final del poema la dispersión de los personajes a los cuatro vientos. Es que se dispersan para no tergiversar su fuerza moral que sienten en toda su profundidad. Como si dijeran, ese país que nos dan todavía no es el nuestro. Obran como por la negación. Si con la organización nacional se quiso imprimir al país una lógica blanca, en la cual se procuraba montar un mundo visible y concreto, el pueblo elige una lógica negra, según la cual da preferencia a la pena antes que a las cosas. Como si para él valiera más el hombre que su comercio.

Por eso optan por seguir perseguidos. Se dispersan como si huyeran, para que no los encuentren los perseguidores. Y es que el Martín Fierro se da en límite en donde no logramos ser totalmente argentinos, donde lo argentino se explica por la fuga y la dispersión, o sea por la frustración. Lo argentino es una entidad en fuga porque siempre hay persecución. Y el perseguidor no llegó a ver toda la verdad que hay en el simple hecho de vivir. Es la razón de ser de todos los perseguidores. Desde Sarmiento hasta hoy en día, se persigue para destruir la significación que tiene el perseguido. Se persigue porque no se quiere ser, porque se huye de la autenticidad. Porque en un mundo sin persecución se vería nuestra verdadera cara, que no es otra que la del mendigo. Y para evitar esto conviene que el perseguido no se detenga, que se disperse a los cuatro vientos, porque si se detuviera, asomaría toda la indigencia en que radica lo argentino, por la misma razón de que sólo vivir ya es indigencia, y porque una autenticidad cultural no puede darse sino con la indigencia humana en general. Ser realmente una nacionalidad ha de parecer ser una gran indigencia, aunque es lo que supieron asumir las grandes nacionalidades del mundo, pero es lo que queremos evitar. Por eso montamos una nacionalidad a la inversa, en nombre de la civilización contra la barbarie, que dura todavía. Por eso no tenemos nacionalidad, sino solo una empresa montada sobre la base de un hombre sin ideales.

Y he aquí el sentido actual del Martín Fierro.  Nos advierte que la barbarie se encubre y que no se resuelve. Que es preferible dispersarnos a los cuatro vientos porque todavía nos persiguen. Pero no sólo el Martín Fierro, sino el mundo actual sigue ante la misma propuesta, aun hoy, en donde sea, se nos propone lo mismo: por una parte, romper la guitarra e irnos a la toldería y suprimir el canto, o por la otra, obligarnos a decir civilización y libertad, pero como quería Sarmiento, sin canto.

Claro está que ni una cosa ni la otra pueden ser. Pues entonces, pienso, falta esa incitación a la creación que yace en el fondo del Martín Fierro. Ver lejos y crear el mundo al fin, vencer las frustraciones en las cuales nos embarcaron siempre, y decir al fin, así somos, pero sin tapujos. Es probable que entonces asome el mendigo. Pero afirmar que somos mendigos y partir de ahí, ya es una forma de crear el mundo.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar