Historias cívico-castrenses”, por Jorge Sábato


Fuente: Revista Humor, Nº 88, agosto de 1982.

El presidente de la República se dirigió con voz grave a sus uniformados visitantes:
—¿Podría usted por favor, señor general, repetir lo que acaba de decir? Quiero estar absolutamente seguro de que los he comprendido correctamente.
—Con todo gusto, doctor. Usted acaba de jurar como presidente de la Nación, ante el Congreso, en momentos muy difíciles de la vida institucional de la República. El Ejército, por mi intermedio, y la Marina, representada por el señor almirante, quieren hacerle presente su lealtad más absoluta y la garantía total de que sostendrán su gobierno frente a cualquier intento de subversión interna.
—Señores, lo que ustedes acaban de manifestar es un insolente desacato a mi investidura, que de ninguna manera puedo aceptar y menos tolerar. Ambos irán arrestados de inmediato.

Lindo cuento de política-ficción, ¿no? Se equivocan: este diálogo ocurrió realmente. ¿En Suiza, Canadá, Nueva Zelandia, Dinamarca? Se equivocan más feo todavía: ocurrió en la Argentina y fue en 1895. El presidente era el doctor José Evaristo Uriburu que, siendo vicepresidente, acababa de reemplazar al doctor Luis Sáenz Peña, renunciante a la presi­dencia de la Nación como consecuencia de una grave y prolongada crisis política; el general era Bosch y marchó preso al Parque de Artillería; y el almirante, Solier, que cum­plió su arresto en el acorazado Almirante Brown.

Y si todavía no se recuperaron de la sorpresa, esperen a que les cuente el final: ¡no, señores, no hubo golpe y el presidente Uriburu completó su mandato constitucional! ¡Digno del “Créase o no” de Ripley!
Me acordé de este episodio días pasados cuando un amigo, atónito ante la olímpica soberbia del pretencioso y vacuo discurso del último ex-comandante de la Fuerza Aérea (¿cómo se llamaba?) me preguntó con bronca: “¿Hasta cuán­do seguirán con semejantes pamplinas? ¿Pero es que no hay límite para tanto desparpajo? ¿O es que siempre fue así?”

Siempre no, le contesté; casi siempre, porque aunque ahora nos parezca mentira, hubo quienes supieron pararles el carro y ponerlos en su lugar. Y entonces le conté la historia que ustedes acaban de leer. Y varias otras más, que si bien no son muchas, todas tienen la virtud de encerrar preciosas enseñanzas. Válidas, eso sí, solamente para aquéllos que quieran aprenderlas, previa limpieza a fondo de bocho para quitarles las densas telarañas retóricas que ideólogos de la zurda y de la derecha han tejido durante años alrededor de la solemne misión histórica de las Fuerzas Armadas.

Vaya entonces una de esas historias, la del brillante discurso de Carlos Pellegrini –el último de su carrera, ya que moriría pocos meses después– pronunciado en la Cámara de Diputados en 1906, al oponerse al indulto de los militares que se habían sublevado en 1905: “Se pretende –empieza diciendo Pellegrini– que ésta es una ley de olvido, que va a restablecer la calma de la situación política y a fundar la paz en nuestra vida pública.
No es cierto. Ni los acusados, ni los acusadores, ni ellos ni noso­tros, hemos olvidado nada…”.

¡Qué comienzo, sin circunloquios sanáticos! Que se vuelve aún más contundente cuando precisa: “Sólo habrá ley de olvido, sólo habrá ley de paz, sólo habremos restablecido la unión en la familia argenti­na, el día en que todos los argentinos tengamos iguales derechos… No es admisible, en ningún caso, bajo ningún concepto… equiparar el delito militar al delito civil, equi­parar el ciudadano al soldado… ”.

Para llegar enseguida a la esencia de su argumento: “El militar está armado, tiene el privilegio de estar armado en medio de ciudadanos desarmados. A él le confiamos nuestra bandera, a él le damos las llaves de nuestras fortalezas, de nuestros arsenales; a él le entrega­mos nuestros conscriptos y le damos autoridad para que disponga de su libertad, de su voluntad, hasta de su vida”.

Que remata con esta implacable conclusión: “Con una señal de su espada se mueven nuestros batallones, se abren nuestras fortalezas, baja o sube la bandera nacional, y toda esta autoridad y todo este privile­gio, se lo damos bajo una sola y única garantía, bajo la garantía de su honor y su palabra… Por eso la palabra del soldado tiene algo de sagrado, y faltar a ella es algo más que un perjurio”.

Gritemos estas palabras a voz en cuello para que todos las oigan, y especialmente los perjuros de ayer, de hoy y de mañana: “LA PALABRA DEL SOLDADO TIENE ALGO DE SAGRADO, Y FALTAR A ELLA ES ALGO MAS QUE UN PERJURIO”.

Finalmente Pellegrini recuerda las palabras de San Martín: “El ejército es un león al que hay que tenerlo enjaulado para soltarlo el día de la batalla”, para acuñar una metáfora inolvidable: “Y esa jaula es la disciplina y los barrotes son las ordenanzas y los tribunales militares y sus fíeles guardia­nes son el honor y el deber”, y terminar con palabras más que proféticas:
“Ay de una Nación que debilite esa jaula, que desar­ticule esos barrotes, que haga retirar esos guardianes, pues ese día se habrá convertido esta institución… en un verdadero peligro y en una amenaza nacional”.

¿Qué me dice? Este Pellegrini sí que tenía clara la cabeza y alta la voz, para no mencionar los otros atributos que seguramente usted estará nombrando con mucha admira­ción y cierta envidia.

Pero en esta materia Hipólito Yrigoyen no le iba en zaga, como lo muestran dos sucesos que no se empardan:

En 1916, al designar su primer gabinete, cometió lo que hoy se consideraría como el más grave de los sacrilegios: nombró ministro de Guerra a un civil (sí, leyó bien: a un civil, ¡y por favor no se desmaye!), Elpidio González; y como si esto fuera poco, nombró ministro de Marina a otro civil, el ingenie­ro Álvarez de Toledo. Mucho peor aún, si cabe: para que no hubiese duda alguna respecto a sus ideas en este tema, cuando Elpidio González renunció para pasar a desempeñar otras funciones, Yrigoyen lo reemplazó con otro civil, Julio Moreno. ¡Realmente un sacrílego al cubo, este vasco cabe­zón! ¡Y después se quejaría cuando el 6 de setiembre de 1930 los custodios de honor de la nación lo echaron a patadas!

En 1922, poco antes de terminar su mandato, fue invitado a participar en la comida anual de camaradería de las FF. AA., ese curioso ágape que con el tiempo se convertiría en una de las ceremonias políticas más importantes del año, a la que el presidente de la Nación debía concurrir (sí o sí) y pronunciar un discurso para rendir cuenta de su gestión ante los oficiales superiores de las FF. AA. Y bien: Yrigoyen se negó a asistir, y con un argumento muy simple. Dijo que él no era oficial superior y por lo tanto nada tenía que hacer en una celebración social entre camaradas de armas. Por lo demás, si aceptase tal invitación de los militares debería también acep­tar la de las reuniones de camaradería de los abogados, los ganaderos, los taxistas, los médicos, los plomeros, los poetas, los cloaquistas, los jardineros, los arquitectos… ¿O es que alguien se atrevería pensar que los militares tienen coronita?

Los dos últimos episodios que voy a recordar en esta nota tienen como protagonista principal a Ricardo Rojas, uno de los tantos argentinos fuera de serie que la adocenada historia oficial se esfuerza –y no por casualidad–en relegar a segundo plano. Es que saben muy bien que tales ejemplos pueden ser peligrosos, muy peligrosos.

El primero ocurrió en 1927, siendo Rojas rector de la Universidad Nacional de Buenos Aires (digo rector rector, no mandadero del mandamás de turno, como son los “recto­res” designados a dedo por los gobiernos de facto) y ministro de Guerra el general Agustín P. Justo, militar que roncaba fuerte en esa época y que en 1932 sería “electo” presidente gracias a un escandaloso fraude electoral.

Se organizó una serie de conferencias que profesores de la Escuela Superior de Guerra dictarían en la Universidad con el objeto de interesar a los estudiantes en la problemática militar, en una suerte de operación de relaciones públicas para “mejorar la imagen de la empresa”. La primera de ellas se titulaba nada menos que La Nación en armas pero en su transcurso se desencadenó un verdadero tumulto cuando los estudiantes reaccionaron violentamente ante algunos con­ceptos del orador de turno, que parecieron no ser del agrado de la audiencia. En fin, esas cosas que suelen pasar en los claustros universitarios cuando no están ocupados por la policía…

A Justo la cosa no le causó ninguna gracia y solicitó a Rojas que castigara a los responsables. Este no se dio por aludido ante solicitud tan extraña (para la época, por supues­to…) y entonces el general se enojó, sacó el sable y lo acusó de connivencia con los revoltosos. La respuesta que recibió fue terminante (¡agárrense, por favor!): “La Universidad no admite injerencias extrañas ni sus autoridades toleran lecciones. Nada tiene que hacer el ministro de Guerra en la Universidad”.

¡No me digan! Igualito a los  “rectores” de hoy. Por algo los estudiantes los respetan tanto…

El otro episodio fue sencillamente un paradigma de coraje cívico. Como se sabe, la dictadura militar de Uriburu intervino la Universidad de Buenos Aires, creando así un modelo que los golpistas posteriores iban a copiar celosamen­te. Ricardo Rojas contestó a este atropello con un gesto sin par: anunció públicamente su afiliación al Partido Radical –al que no pertenecía hasta ese momento– y como éste había sido declarado fuera de la ley, recibió el castigo correspon­diente: fue encarcelado en la prisión de Ushuaia –lugar que se las trae, sobre todo en invierno y en aquellos años– donde estuvo más de un año. Sobran los comentarios y las compa­raciones…

Como ven, no siempre fue así, sino casi siempre. Lo importante es que todos ayudemos para que cada vez lo sea menos. Por ejemplo no echando al olvido estos episodios, que es justamente lo que quieren los que mandan; y, sobre todo, narrándoselos a todo el mundo, especialmente a cuan­to dirigente político les caiga a tiro.

Porque éstas son historias para ser contadas… y recor­dadas.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar