Justo José de Urquiza y la lucha contra Rosas


El 11 de abril de 1870 moría asesinado en el Palacio San José, Entre Ríos, el general Justo José de Urquiza. Quien fuera gobernador de Entre Ríos y aliado político de Rosas durante 15 años, en 1851, reasumió el manejo de las relaciones exteriores de su provincia. Pronto formaría una alianza con Brasil y con el gobierno de Montevideo, y vencería a Rosas en la batalla de Caseros, el 3 de febrero de 1852. En el texto que reproducimos a continuación, Domingo F. Sarmiento describe sus encuentros con Urquiza y se refiere al momento en que el propio Sarmiento pasó a encargarse de la redacción del boletín del Ejército Grande.

Fuente: Domingo F. Sarmiento, Campaña en el Ejército Grande, Eudeba, 1962.

Presenteme al fin en casa de Gobierno a las horas de costumbre, y a poco fui introducido a su presencia. Es el general Urquiza un hombre de cincuenta y  cuatro años, alto, gordo, de facciones regulares, de fisonomía más bien interesante, de ojos pardos suavísimos, y de expresión indiferente sin ser vulgar. Nada hay en su aspecto que revele un hombre dotado de cualidades ningunas, ni buenas ni malas, sin elevación moral como sin bajeza. Cuando se encoleriza su voz no se altera, aunque hable con más rapidez, y cortando las palabras; su tez no se enciende, sus ojos no chispean, su ceño no se frunce, y pareciera que se finge más enojado de lo que está, si muchas veces las consecuencias no se hubiesen mostrado más terribles que lo que la irritación aparente habría hecho temer. Ninguna señal pude observarle de disimulo, si no en ciertos hábitos de expresión que son comunes al paisano. Ningún signo de astucia, de energía, de sutileza, salvo algunas guiñadas del ojo izquierdo, que son la pretensión más bien que la muestra de sagacidad. Su porte es decente; viste de poncho blanco en campaña y en la ciudad, pero lleva el fraque negro cuando quiere, sin sentarle mal y sin desdecir de modales muy naturales, sin ser naturalotes. La única cosa que le afea es el hábito de estar con el sombrero puesto, sobrero redondo, un poco inclinado hacia delante, lo que le hace levantar la cabeza sobre los hombros, sin gracia, y de la manera un poco ridícula de los paisanos de las campañas.

Mi recepción fue política y aún cordial. Después de sentados en un sofá, y pasadas las primeras salutaciones nos quedamos ambos callados. Yo estaba un poco turbado; creo que él estaba lo mismo. Yo rompí el silencio, diciéndole el objeto de mi venida, que era conocer al hombre en quien estaban fijas nuestras miradas y nuestras esperanzas, y para poderle hablar de mis trabajos en Chile, de mis anticipaciones sobre el glorioso papel que le estaba destinado, recordé que a poco de regresado de Europa D. José Joaquín Gómez de Mendoza me había comunicado detalles preciosísimos sobre las disposiciones del General respecto a Rosas. Que el conocimiento de estos hechos íntimos me había señalado el camino que debía seguir en mis trabajos posteriores, consagrados en Argirópolis y Sud  América a predisponer la opinión a favor del hombre llamado por las circunstancias a dar en tierra con la tiranía de Rosas. Esta introducción, sin carecer de verdad, porque el hecho era positivo, era conforme a las indicaciones que me habían hecho en Montevideo sobre las debilidades del General. Era preciso anularse en su presencia; era preciso no haber pensado jamás, hecho o dicho cosa que no partiese de él mismo, que no hubiese sido inspirada directa o indirecta, mediata o inmediata, próxima o remotamente por él. A este precio, decían, hará V. lo que guste de él. ¡Es como la libertad de Fígaro!

Tras este exordio, entré a detallarle lo que era objeto práctico de mi venida, a saber, instruirle del estado de las provincias, la opinión de los pueblos, la capacidad y elementos de los gobernadores; los trabajos emprendidos desde Chile, y cuanto podía interesar a la cuestión del momento. (…) Después es él quien ha hablado, haciéndome escuchar, en política, en medidas económicas a su manera, en proyectos o sugestiones de actos para en adelante. Aquí está, a mi juicio, el secreto y la fuente de esa serie de errores que harán imposible su gobierno si no es en el Entre Ríos. Cuando yo oí hablar al General de muchas cosas que López creía haberle hecho comprender bajo una nueva faz, como si nunca hubiese oído una palabra en contra de su idea o su instinto primero, medí el abismo que estaba abierto para la República.

(…)
Pero lo que más me sorprendió en el General es que, pasada aquella simple narración de hechos con que me introduje, nunca manifestó deseo de oír mi opinión sobre nada, y cuando con una modestia que no tengo, con una indiferencia afectada, con circunloquios que jamás he usado hablando con Cobben, Thiers, Guizot, Montt, o el Emperador de Brasil, quería emitir una idea, me atajaba a media palabra, diciéndome: si yo lo dije, lo vi, lo hice, etc., etc. Nadie sabe, nadie podrá apreciar jamás las torturas que he sufrido, las sujeciones que me he impuesto para conciliarme, no la voluntad de aquel hombre, sino el que me  provocase a hablar, que me dejase exponerle sus intereses, la manera de obviar dificultades, el medio de propiciarse la opinión. No hay hombre honrado o pillo, tonto o sagaz que en Montevideo o Buenos Aires no se hiciese la ilusión de poder propiciárselo dándole rienda suelta a sus apetitos, no contrariándole en nada, para hacerle adoptar tales o cuales ideas que, haciendo su negocio de él, concurriesen al bien de el país. Pertenecen a este género la del Consejo de Estado, que es idea de Pico, la de la navegación libre y la nacionalización de las aduanas exteriores, que es de quien hizo de ellas un ariete; la de llamarse Director, que es de López, y la creación de las Municipalidades para anular a los gobernadores de provincia, que es también de López. Pero todas estas medidas han sido esterilizadas por la manera de llevarlas a cabo, por las modificaciones que él las hace sufrir, y por los desenfrenos con que las hace odiosas. Yo sabía cuanto habían hablado con Aldina, con Pico, con López; y cada momento oyéndolo, me quedaba abismado de ver que le había entrado por un oído y salido por el otro. A media conversación me preguntó de improviso: ¿Qué piensa V. hacer? No sé, señor, le contesté, para derrotar la mente de aquella pregunta oblicua. Probablemente regresaré a Montevideo.

Como era la primera entrevista, ningún juicio era prudente hacer sobre nada, no obstante me quedaba un sinsabor indefinible y casi no motivado aparentemente de lo que presenciaba.
(…)

Debo anotar aquí para memoria varios hechos, que tienen su importancia. El General adoptó en lugar del lema mueran los salvajes unitarios, este otro: mueran los enemigos de la Organización Nacional, que abandonó después, limitándose al viva la Confederación Argentina. Tiró un decreto permitiendo el uso de los colores celeste y verde, proscriptos por Rosas.

En los arcos triunfales que aún decoraban las calles y plazas de Gualeguaychú, a mi llegada, había banderas nacionales celeste y blanco, muchas, muchísimas. En cuanto a mí había esta otra particularidad. Nunca aludió a las cartas que desde 1850 le había escrito, de manera que sólo en el Diamante supe por Galán que las había recibido. Nunca me habló de Argirópolis, de que recibió un cajón, ni de la Crónica, ni de escrito ninguno mío. Su carta contestación que he publicado, y que no recibí sino después, me aconseja como suya, como nueva para mí, la misma política de fusión que Argirópolis y Sud América; pero sin decirme: va V. bien por ese camino, sino: yo le indico esa política. Entre gentes del mundo, es un cumplido ordinario atribuir a otro más de lo que ha pensado o alcanzado. Pero este sistema de no darse por entendido de nada de lo que es público y notorio, proviene de ese prurito de anonadar todo, aun aquello mismo que concurre a su propio bien. Yo noté luego una cosa y los hechos posteriores me la confirmaron, y es que mi reputación de hombre entendido en las cosas argentinas me condenaba a no poder estar cerca del General; y luego de mi llegada a Gualeguaychú noté que había cierto malestar, cierta ostentación de que no se creyese que recibía inspiraciones mías. Esto debía crecer a medida que fuese más sensible en el Entre Ríos mismo la esperanza que tenían los hombres sinceros de que mi presencia pudiese contribuir a dirigir por buen camino aquella política personal, pero susceptible de hacerla conciliarse con el interés público. Mas, para explicación y complemento de estas indicaciones debo añadir un testimonio intachable. D. Pepe, hijo del General, acompañado del comandante Ricardo López, preguntándole en la Comandancia militar de Concepción del Uruguay cómo me había recibido el General, contestó su hijo en presencia del juez de policía Sagastini, Vázquez, oriental, y otros: “bien, muy bien. Dice mi padre que es de los mejores que han venido.” Esto importa mucho para la explicación de sucesos posteriores.

Desde muy luego comprendí, pues, que mi papel natural de consejero, de colaborador en la grandiosa tarea de constituir una nación de aquello países tan favorecidos, pero tan mal poblados y tan mal gobernados, estaba concluido, y debía yo volverme a Montevideo, lo que habría dado un escándalo, requerido explicaciones, etc., o exponerme a esta lucha diaria conmigo mismo, por un lado, y por otro con aquellas pretensiones que rechazaba. En la tercera entrevista con el General le ofrecí mis servicios, no teniendo plan fijo ninguno, y deseando evitar que, por indicar yo mi disposición, el General no me ocupase en lo que juzgase útil. Entonces me indicó encargarme del boletín del Ejército, llevar prensa, etc., lo que acepté gustoso, tomando a poco el servicio militar, por ponerme a cubierto de la cinta, y por no hacer la triste figura de los paisanos en los ejércitos. Recomendé eficazmente a Paunero, Mitre y Aquino, mis compañeros, y pedí licencia para ir a Montevideo a prepararme, y marché a poco, desencantado en cuanto a mí; esperando todavía en los sucesos y en las circunstancias.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar